El diferente ancho de vía de nuestros ferrocarriles
convencionales con respecto a los europeos ha sido una cuestión bastante
controvertida, si bien es cierto que la historiografía ferroviaria no ha
mostrado gran interés en este asunto. En todo caso, la interpretación generalizada
existente sobre el "error Subercase" es que afectó
negativamente a las comunicaciones internacionales españolas por ferrocarril,
aunque su trascendencia en nuestra economía fue escasa, ya que en un marco
macroeconómico el flujo de mercancías entre Francia y España por vía terrestre fue
muy limitado. Aún así, los medios políticos y sociales siempre han clamado
contra semejante desatino, que provocaba el aislamiento de España con respecto
al resto de Europa.
Esta última valoración ha sido mayoritaria en foros y
debates especializados, lo que, en cierto modo, indujo a que en 1989 se decidiera
afrontar el reto de la construcción de una vía de alta velocidad entre Madrid y
Sevilla en ancho UIC para extenderlo progresivamente al resto de nuevos tramos
de alta velocidad. Y en esas estamos.
El origen de esta singularidad está en el Informe Subercase de 1844, que
consideró la necesidad de utilizar el ancho de 1,674 metros (equivalente a seis
pies castellanos) para nuestros ferrocarriles, diferente del más común en buena
parte de Europa de 1,435 metros. Sobre las razones de la adopción del llamado
ancho ibérico se han planteado dos motivos básicos: los intereses estratégicos
o la decisión técnica.
En el caso de la decisión basada en argumentos relacionados
con la defensa del territorio nacional parece obvio el escaso fundamento de tal
valoración. Aunque es evidente que el ferrocarril desde sus orígenes tuvo un
especial interés para los gobiernos, ya que aportaba un plus de efectividad
para el movimiento de tropas tanto para garantizar el orden interno como para
solventar conflictos con otros países, no nos parece justificable desde este
punto de vista construir un ferrocarril con un mayor ancho de vía que el del
país por el que se presuponía que podría venir la invasión. El mayor gálibo del
nuestro no impediría una conversión relativamente ágil de sus convoyes para
introducirse en nuestro territorio, y sí a la inversa, ya que el menor gálibo
de túneles, puentes u otras infraestructuras impediría la circulación, aún
realizando el cambio de ejes. Este razonamiento debería, pues, ser descartado.
La decisión sustentada en argumentos técnicos es la que más
aceptación ha tenido por parte de los investigadores, que apuntan la opción de
aumentar el ancho de vía de nuestro ferrocarril basada en la necesidad de
incrementar el tamaño de las calderas de las locomotoras de vapor para así
obtener mayor potencia y permitir una mayor eficiencia en la complicada
orografía de nuestro país. Este argumento tiene como fundamento que la
tecnología ferroviaria todavía no había evolucionado lo suficiente, ya que la
caldera se ubicaba entre los ejes de la locomotora y el aumento de la misma
sólo tenía dos posibilidades: incrementando el tamaño de la caldera hacia
arriba, lo que provocaba una elevación del punto de gravedad y ocasionaba
problemas de estabilidad a la locomotora; o aumentando la distancia entre ejes
para hacer así más grande a la caldera. Ésta sería la opción tomada en nuestro
país. El propio Subercase, en su informe, lo dejaba bastante claro: “Nosotros hemos
adoptado 6 pies, porque sin aumentar considerablemente los gastos de
establecimiento del camino, permite locomotoras de dimensiones suficientes para
producir en un tiempo dado la cantidad de vapor bastante para obtener con la
misma carga una velocidad mayor que la que podría conseguirse con las vías de
4,25 pies, propuesta por una de las empresas que ha hecho proposiciones al
Gobierno; y mayor también de la que podría emplearse con las de 5,17 pies que
más frecuentemente se han usado hasta ahora; consiguiéndose además, que sin
disminuir la estabilidad, se puede hacer mayor el diámetro de las ruedas, lo
que también conduce a aumentar la velocidad”.
La argumentación parece sólida, pero se ha considerado
errónea y se ha apuntado directamente a Juan Subercase como responsable de
la misma, aduciendo su desconocimiento de las discusiones que había en ese
momento en Europa sobre el asunto y de sus limitaciones con el idioma inglés.
En esta línea, el libro publicado en 1996 por Jesús Moreno Fernández (El ancho
de vía en los ferrocarriles españoles. De Espartero a Alfonso XIII) reforzó
esta tesis. El exhaustivo trabajo de este autor nos pone sobre la pista de los
intereses que se movían en ese momento en el negocio ferroviario para
consolidar el ancho de vía habitual a partir de la invención de Stephenson, el de 1,435 metros
o proponer la adopción de un ancho mayor que obtuviera mejores rendimientos. De
modo resumido, apuntaremos que el origen de este ancho de vía procede de los
primeros proyectos ferroviarios de Stephenson. De ahí se extendió
al resto de países que iniciaban la construcción de sus primeros ferrocarriles,
como Estados Unidos, Francia, Bélgica, Austria o Prusia. Si las primeras
locomotoras que llegaron a estos países fueron de Gran Bretaña, y de Stephenson, por lo tanto, es lógico que también adoptaran el mismo ancho de vía.
Sin embargo, en esos momentos, por diferentes motivos,
también se desarrollaban anchos de vía distintos en otros países, incluida la
propia Gran Bretaña. En Rusia en 1836 se construyó el primer ferrocarril con un
ancho de 1’83 metros, decisión basada en la búsqueda de una mejora para la
tracción. En Escocia en 1839 se inauguró una línea con un ancho de 1’67 metros
que tuvo una escasa duración. Otras líneas británicas adoptarían también el
ancho singular de 1’52 metros, pero se estrecharon en 1844 al ancho normal. En
Irlanda se desarrollaría el ancho de 1’88 metros. En Holanda se inició la
construcción de ferrocarriles con un ancho de 1’95 metros que sería entre 1850
y 1860 estrechado al ancho normal. En Estados Unidos la construcción de
ferrocarriles se caracterizó por la falta de unidad en el ancho utilizado. Los
ingenieros elegían el más adecuado en cada caso atendiendo a diversas
circunstancias. Un ancho de vía realmente singular lo constituyó el de 2’13
metros desarrollado por el conocido ingeniero inglés Isambard K. Brunel en su proyecto de
1835 para la línea de Bristol a Londres perteneciente a la compañía Great
Western. Las causas de esta elección se basaron en el perfil y trazado
favorable que inclinaron al prestigioso ingeniero británico a ampliar el ancho
para así poder incrementar la velocidad de los trenes. Precisamente, los mismos
razonamientos que haría un decenio después Subercase.
A la vista de estos datos, resulta evidente que cuando Subercase y sus compañeros
comienzan su estudio sobre el ferrocarril en España, y más concretamente, sobre
el tipo de ancho de vía a adoptar, existía un amplio debate en Europa y Estados
Unidos sobre esta cuestión. Es más, no parece que los países estuvieran
discutiendo qué tipo de ancho se debía adoptar a nivel internacional, sino cuál
era el más adecuado para cada país. Así, el Parlamento Británico inició en ese
momento los estudios de una comisión que debía dar solución a la denominada
“guerra de los anchos”, la cual se desarrolló entre 1845 y 1854. Esta situación
conflictiva estaba propiciada por los intentos de expansión de la red de vía
ancha y la oposición de las compañías de ancho normal. Los resultados de esta
comisión resultan bastante elocuentes acerca de la encrucijada en la que se
encontraba en ese momento el ferrocarril sobre la decisión del futuro ancho de
vía unificado.
En las declaraciones de los principales ingenieros
británicos a la comisión se vislumbra el hecho de que la elección del ancho de
vía a 1’44 quedó corta y que los ferrocarriles deberían tener un ancho de vía
mayor, no tanto como el que proponía Brunel de 2’13 (la vía ancha en Gran Bretaña), pero
sí que debía rondar 1’70 (Locke), 1’64 (Bodmer), 1’70 (Bury), 1’63 (Robert),
1’60 (B. Cubitt), 1’67 (Gray), 1’83 (Vignoles) y 1’83 (W. Cubitt). En ningún momento
se cuestionaba la mejor eficiencia del mayor ancho de vía, sólo se planteaba
como irresoluble económicamente por los cambios y trasbordos que precisaba.
Hemos de recordar que estamos en 1845, momento en el que en España se estaba
decidiendo a partir del informe Subercase de 1844 cuál era el
ancho de vía apropiado para la red ferroviaria española. Algunos de los
especialistas entrevistados en la comisión del Parlamento Británico apuntaban
que si le encargaran el proyecto de una serie de ferrocarriles en un país
desprovisto de los mismos, seleccionaría un ancho intermedio entre 1’44 y 2’13
metros. Ésta fue precisamente la opción de Subercase para España que
construía una red nueva.
Creemos que la discusión sobre el ancho de vía no estaría,
pues, en la clave técnica, y menos aún en la militar, sino en la clave
política. Los gobiernos no construían su red pensando en los transportes
internacionales, sino en el transporte de ámbito nacional.
Otra
cuestión que se ha planteado sobre el diferente ancho de vía español es la
causa por la que los gobiernos sucesivos no consiguieron hacer la reducción del
ancho de vía una vez que se consolidó en el resto de Europa el ancho de 1’44
metros. Pero esto ya no sería responsabilidad de Subercase, fallecido en 1856. Los
sucesivos intentos, más o menos serios, tropezaban con el escollo final del
coste, demasiado elevado para los escasos beneficios que se podían esperar. La
tentativa más documentada es de 1913. En ese año, las dos principales compañías
ferroviarias españolas, Norte y MZA, realizaron sendos estudios sobre el coste
que tendría la operación. Esta documentación se puede consultar en el Archivo
Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid. El cálculo realizado
por las compañías elevaba el gasto a unos 1.000 millones de pesetas de la época
(unos 2.800 millones de euros de ahora), por el contrario, el beneficio que
esperaban obtener por dicha mejora era de poco más de 100.000 pesetas al año.
Evidentemente, no había una justificación económica para llevarla a cabo y solo
las razones políticas serían las que pudieran impulsar el proyecto, pero estas
no se produjeron, ni está documentado en ningún momento.
El
problema se ha solventado durante todo el siglo XX con la construcción de sendos
cambiadores de ancho en la frontera francesa (Irún y Portbou), tanto para
viajeros como para mercancías, desarrollado con tecnología española propia
(Talgo) y una progresión evidente, alcanzando prestaciones que no hacen ni
siquiera necesaria la parada de los trenes.
La
llegada de las líneas de ancho UIC de la alta velocidad en España ha cambiado
el panorama y se ha invertido de forma peculiar la situación. En el caso de la
conexión oriental con Francia no es necesario el cambiador de ancho ya que las
vías tienen continuidad de ancho desde Sevilla, Málaga o Alicante hasta el
mismo corazón de Europa. Cuando se haga la conexión occidental con alta
velocidad ocurrirá lo mismo. Sin embargo en el interior peninsular han
proliferado los costosos cambiadores de ancho (una veintena) y se ha comenzado
la implantación del tercer carril (una contradicción en sí misma) en parte de
la red mediterránea convencional. Como ya advertía en Alicante en 1998, durante
la sesiones del primer congreso de historia ferroviaria, un historiador
económico español, Albert Carreras, corremos el riego de trasladar la frontera
ferroviaria francesa al interior con el establecimiento de muchos de estos
nuevos “pasos fronterizos”.
Subercase no sabía inglés, pero ¿y nosotros?
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